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martes, 19 de octubre de 2010

Alegoría, lenguaje e interpretación

Alegoría, lenguaje e interpretación ([*])

Hay que aceptar la imagen de aquello
que empíricamente no se puede conocer.
Esa imagen es el símbolo apoyado en el mito.
JUAN LISCANO

Hoy sabemos, sin lugar a duda, que el lenguaje fue la capacidad definitiva que distinguió a nuestra especie de las otras y nos convirtió, finalmente, en humanos.  No así la técnica como se viene creyendo.  La téchne o dominio de las herramientas no fue nunca elemento evolutivo determinante; diferentes especies animales son capaces de aprender sofisticadas técnicas mediante la imitación, sin experimentar por ello cambios cualitativos esenciales.  Es en el lenguaje -como capacidad de combinar palabras y frases mediante un sistema consistente o gramática que les otorga significados superiores a la simple agregación- donde está la clave de lo que somos.
Una vez que nuestros antepasados lejanos alcanzaron cierta competencia lingüística, las primeras interrogantes que articularon tuvieron que ver con el significado preciso de los procesos de la vida y de la muerte sobre la tierra: ¿qué representa la humanidad y cuál es el propósito de la vida?, ¿quién soy?, ¿qué hay más allá de la muerte? Miles de años después, estas preguntas siguen presentándose a nosotros en ciertos momentos de nuestra vida y, en muchos casos, las desechamos como ajenas e innecesarias al ejercicio del cotidiano vivir.  Para algunos de nuestros antepasados esta agonía de ser enigma, de vivir en la ignorancia, el olvido o el desprecio de esta inquietud fundamental, resultó insoportable.  Es así como de esta imposibilidad de vivir en la agnosia, nació la especie de los chamanes y aedos primero y los poetas, sabios y filósofos después.
En la línea divisoria que separa los chamanes y aedos de los filósofos y sabios encontramos a Homero, el primero y mayor de los poetas de nuestra tradición literaria.  Su obra -la Ilíada y la Odisea- representa, todavía hoy, una fuente inagotable de símbolos, mitos y figuras.  La interpretación sistemática de este alfabeto simbólico (alegorikos) estableció las bases para funda de la alegoría cuyo objetivo principal consistía en instruir y adiestrar para superar lo aparente (dóxa), en el proceso de búsqueda de la verdad (alethéia).
La lectura alegórica de los poemas homéricos se oficializa en el año 566 a.C, cuando el gobierno de Pisístrato convocara una comisión de filósofos y sabios para editar la Ilíada y la Odisea con motivo de su lectura en las fiestas Panateneas.  A partir de entonces, enigmas homéricos acapararon la atención de ingeniosos y perspicaces intérpretes de alegorías y escoliastas de todos los tiempos. La República, Platón comenta que para el siglo V a.C., la interpretación de estas obras ya formaba parte del currículo de los sofistas y el llamado Papiro de Derveni, encontrado en Macedonia, evidencia, que en el siglo IV a.C. ya se interpretaba al poeta en medios órficos.  Cuando de Homero se trataba, ninguna de estas escuelas, sabios ni filósofos, prestaba atención a los contenidos aparentes que se desprenden de la lectura trivial de los textos.  Para el Siglo IV a. C., este trabajo de exégesis alegórico había desembocado           en una especie de sistematización mitológico-filosófica que influyó sobre el quehacer literario y filosófico de pensadores de todos los tiempos y de todas las escuelas desde Teágenes en siglo VI a.C., pasando por Demócrito o, Platón, Antístenes, Aristóteles, Heráclides, Póntico, Antímaco de Colofón, Alcidamante, Metrodoro, Estesimbroto y Glaucón, Antístenes, Zenodoto, Aristarco, Riano, Arato, Aristófanes de Bizancio, Crates, Demetrio de Escepcis, Apolodoro, Dionisio Tracio y Dídimo, e incluyendo a los autores gnósticos, neoplatónicos, medievales y renacentistas, hasta llegar a nuestros días.
De todo este abundante ejercicio interpretativo temprano, solo unos pocos trabajos han llegado a nosotros: Alegorías homéricas de Heráclito -llamado “el homérico”- y los escritos bajo la firma de Plutarco, constituyen los más antiguos.  Estas obras contienen análisis, razonamientos y estudios etimológicos que, más tarde y en diferente grado, fueron retomados y criticados o ampliados por el pensamiento platónico, pitagórico, estoico, neoplatónico y peripatético, no únicamente para interpretar los poemas homéricos sino, también, para fundamentar, parcialmente, cada uno de estos sistemas de pensamiento.  El acerbo intelectual acumulado en siglos de una lectura alegórica generó una ciencia, la Filología, y una tradición hermenéutica muy particular, que ha alcanzado nuestra época. En los afiebrados tiempos de la Edad Media, bajo los efectos de una desmesurada motivación filosófico-religiosa, se publicaron centenares de textos y manuales de interpretación, que extendieron su influencia hasta el siglo XVIII d.C. Dichos estudios consolidaron la tradición y establecieron las bases metodológicas de alegoría e interpretación que influyeron, posteriormente, sobre los trabajos de Dante, Prudencio, Ficino, Thomas Taylor, Blake y la mayoría de los escritores románticos ingleses.
La interpretación alegórica de textos tenía andado buen camino ya en tiempos de Platón.  Los Diálogos, por ejemplo, contienen comentarios acerca de modelos de expresión poética en la que son posibles, no dos, sino múltiples significados.  Con posterioridad, los neoplatónicos considerarían los textos, en general, como un sistema de significados que conformaban, en sí mismos, una amplia perspectiva filosófica donde se incluía el valor representativo del lenguaje per se.  El hecho evidente de que un mismo significado podía ser expresado por diferentes palabras, e incluso por diferentes idiomas, demostraba que el significado estaba situado en un nivel superior al de las palabras y era anterior a estas.
El lenguaje en sí mismo y en sus relaciones con la alegoría y los significados, presenta otros aspectos de consideración interesantes.  La palabra, en sí misma, es una herramienta y como toda herramienta posee una forma, derivada de su función.  En el Timeo, de Platón, se dice que la función de la palabra no es otra que nombrar (onomásein), y que, en general, dado que existe una relación natural entre las cosas y sus nombres, la palabra debe entonces representar y parecerse a aquello que nombra.  De esta manera, el mundo de las formas coexiste, en relación de intimidad, con el lenguaje, afectando el uso de este último como actividad humana.

En esta función humana del lenguaje, las palabras establecen relaciones, por una parte con el flujo variado y la fragmentación característica de nuestra experiencia parcial de este mundo y por otra, con una realidad eterna que trasciende esa fragmentación y que no conoce cambios. Las palabras se convierten, de esta manera, en mediadoras fundamentales entre el mundo de la experiencia sensorial y el de  las realidades superiores. Sin embargo, a pesar de los poderes intrínsecos de la palabra, Platón (Crátilo 425 a. C.) Y otros filósofos consideran el lenguaje una herramienta imperfecta cuando se trata de nombrar contenidos y estructuras en el plano ideal.
Un milenio más tarde, encontramos a Dante -heredero y continuador de la, tradición alegórica neoplatónica- confrontando las mismas dificultades al tratar de expresar, en lenguaje, categorías eternas, que- se encuentran fuera del universo de los cambios y del tiempo.  En cierto momento de su viaje, tratando de describir las experiencias inefables del Paraíso, Dante nos dice que sus poemas  han alcanzado el punto donde las palabras, el lenguaje, no pueden ya, transmitir, contener, o expresar la vivencia de esa realidad supersensorial (Par., XXXIII, 106-108):

Omaí sara piu corta mia favella
pur a quel ch'io ricordo, che d´un fante
 che bagni ancor la lingua alla mammella

A partir de ahora mis palabras serán insuficientes
Para decir aquello que recuerdo, como las de un niño
Que baña todavía su lengua en el seno

            La percepción de realidades supersensoriales de las que habla el poeta, tiene que ver con niveles de conciencia, inherentes a la escala evolutiva del ser humano. Muy probablemente nuestros antepasados dispusieron de medios para percibir esas realidades superiores. También es posible que permanezca en nosotros el recuerdo de esa posesión, la nostalgia de una revelación, de una tradición primordial cuyos fragmentos subsisten vagamente  diseminados en las creencias y costumbres de los ancestros, en los libros arcanos y en las prácticas secretas de monjes de lejanos monasterios, en la poesía más viviente y en los restos de nuestra sensibilidad a los símbolos.
            Así como existen varios modos de sensibilidad y de percepción de los símbolos, los cuales se corresponden con los modos sucesivos de ser, igualmente encontramos diferentes logo, formas de discurso y lenguaje que se corresponden con estos modos de conciencia. Esta gama de lenguajes se compone de las diferentes jerarquías de sistemas de significados así como de la calidad y de los tipos de expresiones que van desde un lenguaje creativo y de carácter “divino” hasta  el lenguaje que existe en el nivel más elemental de fragmentación de la realidad y de los sentidos.
            Este lenguaje creativo, superior, emplea imágenes visuales comunes para expresar realidades intangibles. Al utilizar los objetos visualizados por los sentidos como si representasen cosas no vistas, se formula lo invisible en función de lo visible. Tal capacidad expresiva es únicamente posible cuando se comprende que los objetos visibles utilizados en el discurso no han de tomarse literalmente sino alegóricamente, como símbolos de lo invisible.
            Este tipo de escritura requiere una lectura particular a realizarse en condiciones de alerta perceptiva, la cual estimula un tipo de pensamiento diferente, que podemos llamar `pensar alegórico´, escritura, lectura  y pensar alegóricos expanden la mente a nuevas esferas de significados. La lectura del `pensar alegórico´  involucra al lector en un rol activo de tanta importancia que, en casos, es quien lee y no el texto, lo que determina el campo de referencia y, por ende, la magnitud y sentido del significado. En este tipo de lectura alegórica, lo literal puede ser apreciado como psicológico, permitiendo, de esta manera que el sentido de la letra se transforme en el sentido del espíritu de la letra. Lector y lectura interactúan, se  descifran y se transforman mutuamente.
            A diferencia del alegórico, el pensar característicos del ‘hombre pragmático’ de nuestros días, es el pensar sensorial. Esta forma de pensar, producto de una mente natural, lógica y mecánica, permanece siempre  atada a la apariencia de las cosas (dóxa). Para el tipo de mentalidad sensorial, todo es tal cual se presenta en su manifestación fenomenológica: de esta manera los significados se empobrecen al anclarse a los niveles elementales de la fragmentación material del mendo. Una de las consecuencias más perjudiciales de este tipo de pensar, del hombre pragmático, es el anquilosamiento de un mundo fijo e inamovible, la cristalización temprana del psiquismo y la atrofia final de la mente.
            El objetivo de algunas escuelas filosóficas y de ciertas religiones esotéricas ha sido rescatar la mente de esta atrofia inherente al pensar pragmático. En este sentido, la lectura de las obras de Homero constituye una paidéia, o expresión de la verdad que es, al -mismo tiempo, una excelente gimnasia para el desenvolvimiento de la mente alegórica. Únicamente la paradoja y el símbolo son capaces de abarcar la plenitud de la vida. Lo literal, lo unívoco y lo falto de contradicción, empobrecen, inadecuándose para expresar lo inasible.  Los mitos y leyendas de la Ilíada y la Odisea contienen verdades primordiales que solo podrán comunicarse y ser percibidas a través del lenguaje de imágenes y símbolos empleado por Homero. Los vacíos conceptuales  y las sugerencias que este lenguaje suscita, constituyen una gentil, invitación al' 'pensar alegórico' y permiten, entre otras cosas, intensificar y refinar nuestra -capacidad para indagar en la huidiza verdad del mundo (alethéía), más allá de las apariencias, (dóxa) y limitaciones a las que se condena la mente pragmática.  Al trascender la apariencia accedemos al mundo variado de las relaciones sutiles y significativas entre los componentes y fenómenos del vasto cosmos que nos rodea.  La importancia de este cambio cualitativo en nuestra visión posee consecuencias que afectan la supervivencia y el sentido de la existencia de los humanos sobre el planeta.
            Ciencia y religión coinciden en afirmar que el destino de nuestra especie ha sido concebido, en el Cosmos, como una empresa limitada únicamente a dos alternativas: la evolución o la muerte. También es cierto que nuestra capacidad evolutiva  depende, fundamentalmente, de la calidad de nuestros procesos mentales. Debido a que  el ser humano es lo que piensa, cada uno se convierte en los productos  de su propia mente o en el mundo representa para él.  Al limitarnos a percibir el mundo como un algo fijo, material, unívoco y mecánico, nos convertimos, nosotros mismos, en entes cristalizados, en mecanismos sin capacidad evolutiva, en cosas fijas y muertas.
            Y si la calidad del ser humano depende de la calidad de aquello  que piensa, al adiestrar la mente para la recepción de ideas más auténticas  y novedosas, es de vital importancia. No podemos cambiar de ser si nuestra mente no es renovada.  Un cambio de ser requiere un cambio de ideas; y esto implica una transformación profunda de nuestra mente. La lectura alegórica del mundo, con ese sentimiento de irrealidad y misterio que comporta, puede significar el comienzo de esa transformación y cambio de nuestra mente.
            Evidentemente, solo podemos pensar de una manera nueva mediante nuevas ideas.  Y debemos pensar, verdaderamente por nosotros mismos, desde esas nuevas ideas, para poder cambiar nuestras mentes. No se puede dejar el propio pensar a los otros. Es preciso anhelar nuevas ideas como Ulises anhela Ítaca. Las nuevas ideas transmitirán una nueva verdad.  Al pensar de una manera nueva podemos ver las cosas de una manera nueva. Si en cambio, mi manera de ver el mundo también cambiará. Si no cambio, mi mundo no cambia.
            Al igual que Ulises, que no solo se transforma con cada nueva experiencia sino que a su vez, cada nueva experiencia lo va situando en un nuevo lugar, no podemos experimentar cambios en nuestro ser y permanecer, al mismo tiempo, en el mismo, mundo. Por otra parte, ese nuevo sentimiento del mundo se acompaña, a su vez, de un nuevo sentimiento de sí mismo.  Y estos dos sentires van reforzándose mutuamente en una sinergia espiral, recíproca y ascendente, de crecimiento y evolución.  El mundo queda así, conformado, tal cual Ulises lo va sintiendo, siempre cambiante, siempre inédito. Y, nuevamente esta renovación del mundo encuentra eco en la renovación del propio ser de Ulises.



([*]) Zeidán, Faisal (2007): El Retorno de Ulises. Caracas. Fundación Editorial el perro y La rana.

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