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viernes, 8 de octubre de 2010

La quiebra del lenguaje (Rafael Cadenas)

La quiebra del lenguaje
(Tomado del Libro: En torno al lenguaje)
De una manera general se puede decir que el venezolano de hoy conoce muy poco su propia lengua.  No tiene conciencia del instrumento que utiliza pan expresarse.  En su lenguaje, admitámoslo sin muchas vueltas, se advierte una pobreza alarmante.  El número de palabras que usa es escaso, está lejos de un nivel aceptable y en los casos extremos apenas rebasa los límites del español básico; por lo general no lee ni redacta bien.  Infortunadamente también ignora que la propia lengua puede y debe estudiarse a lo largo de la vida; para él es s6lo una tediosa materia de los programas de la escuela y el bachillerato de la cual se siente al fin libre.  Tampoco sabe que nunca ha recibido clases de lengua, aunque haya llegado a la universidad.  Pero no quiero anticiparme: este punto será tratado con cierta extensión más adelante.  Lo cierto es que el lenguaje no ocupa ningún puesto en la gama de sus intereses.[1]
            Tal vez estas afirmaciones parezcan duras o excesivas; sé que no serán gratas para los expertos, pero cualquier otra manera de formular mi impresión la sentiría como un understatement.
            Me he referido, sin precisar, a la deplorable situación del lenguaje entre nosotros, dado que no es mi propósito señalar pormenorizadamente las fallas más usuales en que se incurre.[2]  Son ya muy conocidas y además innumerables como para incluirlas en un ensayo que solo quiere alertar sobre el peligro en que se encuentra nuestro español, con miras a preservarlo, a evitar que vaya a volatilizársenos también esta riqueza.  El empobrecimiento en que ha ido cayendo, pues empobrecimiento es la palabra que mejor compendia el estado en que se encuentra, puede llevarlo a una inopia irreversible, sin posibilidad de recuperación.[3]
            Esta es una de las carencias más notorias, pero menos señaladas, entre las que afectan a nuestro pueblo. ¿Por qué se suele pasarla por alto? ¿A qué se debe semejante omisión? ¿Por qué se habla de otras carencias, y casi nunca de ésta tan vinculada al vivir del individuo y de la comunidad que no puede menos de incidir en él?  Se trata de una extraña subestimación, pero no deseo tantear en pos de explicaciones.  Prefiero dejar las preguntas en el aire.
            Para mí es evidente que Venezuela está aquejada de un grave descenso lingüístico cuyas consecuencias, aunque no sean fácilmente visibles se me antojan incalculables.  Resulta difícil percibir, sobre todo, las que sin estar a la vista, son las más importantes, pues tienen que ver con el mundo interior.
                Tal vez otros países donde se habla español no le vayan en zaga a Venezuela en esto, pero sólo conozco, o vivo más que conozco - ¡y con qué desazón!- lo que aquí ocurre.  Eso que nos afecta a todos, como oyentes, como hablan  nos demos cuenta o no.  En realidad, desconocemos sus repercusiones más hondas, más sutiles y más ocultas.  En este campo sentirnos, pero no, advertimos mucho.  Solo sabemos que el lenguaje actúa sobre el tenor de nuestro vivir, y ya eso es suficiente para apreciar su gravitante poder.
            La situación no deja de ser peligrosa; un idioma puede decaer, empobrecerse, morir; sin embargo, nada se hace para afrontarla.  Aquí también señores sin mayores obstáculos la corriente de la descomposición.  La sociedad ignora el problema; el Estado es pasivo; los institutos de, educación fallan escandalosamente en la tarea que con respecto a la lengua les corresponde: la de enseñarla, la de trabajar con el español de los estudiantes a fin de que mejore, y el principal medio de comunicación, la televisión, por un lado contribuye a difundir un español que cabe llamar standard, bastante insípido y no sin traslados literales, sobre todo del inglés; por otro lado, se aplica a fomentar, imponer y consolidar deformaciones o vulgaridades, siendo tal vez este lado el más eficaz.  No he mencionado la radio porque si bien se oye mucho, dudo de su existencia; si admitiéramos que existe tendríamos que-considerarla incomparablemente peor que la televisión.  El principal mérito de la radio parece ser el de volver estridente la vulgaridad, aporte por lo demás superfluo en nuestro medio.
            Trataré de ser objetivo: en la televisión hay excelentes programas tanto importados como hechos en el país -aquellos abundan más que estos- pero son precisamente los que cuentan con menos televidentes.  En razón de su calidad no pueden competir, son derrotados por los que el público frecuenta más, en parte porque la misma televisión lo ha acostumbrado a ellos.  Es decir, después de habituarle a productos de baja calidad, como las telenovelas, esas escuelas de histerismo, desfachatada vulgaridad y pésimo lenguaje- tienen que seguir suministrándoselo.  He oído decir que el lenguaje de las telenovelas es el que usan los venezolanos, que los libretistas  llevan a la pantalla el que oyen en su ambiente y los directores y actores se encargan de la "manera" de hablarlo.  Si es así, las telenovelas constituyen la prueba más contundente de que en punto a Idioma si se encuentra Venezuela en un estado de indigencia.[4]
            Los periódicos contribuyen un poco más a sostener la lengua, pero habría que reprocharles la grave negligencia que se nota en el material procedente del extranjero que se nos sirve en un español tras el cual percibimos sin esfuerzo los giros ingleses.  Es, a veces, un inglés mal trajeado a lo español por traductores a los que la construcción propia de nuestra lengua les es o se les ha vuelto extraña y por periodistas que desconocen la frase española y por ello no pueden detectar el contrabando o periodistas a quienes simplemente les importa poco que nuestra lengua desaparezca, lo cual a la larga es posible.  Las deformaciones pueden ir poco a poco -o tal vez rápidamente, nada es hoy lento- cambiando su faz, hasta volvérsela irreconocible.
            Cabe afirmar, sin injusticia, que los medios de comunicación son insolentes ante el idioma.  A la televisión -vuelvo sobre este medio por ser el de mayor alcance y por considerar irremediable la radio- puede exigírsele, al menos, que mantenga un nivel de expresión aceptable, que no contribuya a desfigurar el idioma y que no recoja lo peor, pues suele darle profusa circulación a injustificables monedas lingüísticas.
            La televisión magnetiza.  Su influencia no admite comparación con ninguna otra.  Creo que la televisión, el automóvil y la propaganda le dan su nota más característica a nuestra época. De ahí que me haya demorado en este punto y no quisiera abandonarlo sin referirme a la propaganda especialmente la televisiva.  Cada planta golpea sobre un público inerme, incitándole a gritos o con tonadillas para embebecer a comprar, comprar, comprar, lo que sea, limpiadores, detergentes, cigarrillos, automóviles, máquinas de afeitar, champúes, margarinas, leches condensadas, discos, jabones, o anunciándole los maravillosos espectáculos que le tiene preparados o entonando loas en impar ejercicio de autoexaltación, a la calidad de sus programas, lo que no puede menos de tener un efecto que seguramente va más allá del estímulo al consumismo, el fomento de la masificación o el pábulo a la simple tontería.  Pienso hasta en un efecto neurológico, difícil de rastrear.  Tal vez lo más -dañoso sea ese su desconsiderado golpeteo, esa su endemoniada repetición, su abusiva frecuencia que al decir de los expertos, no tiene parangón en los otros países. De ahí que sería saludable regular, en este aspecto, a las plantas privadas.[5]
            Sobre los institutos de educación hará, más adelante, en otro capítulo, algunas consideraciones.
La situación de deterioro que he descrito de manera muy suscinta tiene graves consecuencias para el venezolano.  El desconocimiento de su lengua lo limita como ser humano en todo sentido.  Lo traba; le impide pensar, dado que sin lenguaje esta función se torna imposible; lo priva de la herencia cultural de la humanidad y especialmente la que pertenece a su ámbito lingüístico; lo convierte en presa de embaucadores, pues la ignorancia lo torna inerme ante ellos y no lo deja detectar la mentira en el lenguaje; lo transforma fácilmente en hombre masa ya que una conciencia del lenguaje es una de las mejores defensas frente a las fuerzas que presionan contra la individualidad. ¿Para qué seguir enumerando limitaciones?  Sería nunca acabar.  Ya se sabe que la lengua es como el armazón de toda la cultura.
Tampoco es mi intención inquirir sobre los factores que pueden haber ocasionado este deterioro, o adentrarme en ellos.  Soy poco dado a este tipo de indagaciones.  Me interesa el hecho actual.  Por lo demás, casi todos están a la vista: la ruptura violenta con España, que alejó a Venezuela de su matriz lingüística, lo cual, idiomáticamente, no podía ser enriquecedor para ninguna de las partes; las guerras y dictaduras del siglo XIX y comienzos del XX que impidieron un desarrollo normal de la educación y la cultura, pero no el de un primitivismo que todavía nos afecta-. los caudillos locales han sido reemplazados por esos "patriotas" que "se meten" a la política con el fin de conseguir un cargo público, no para servir -la idea corresponde a una constitución humana y social que ellos no tienen- sino para enriquecerse, lo que ha hecho de nuestra democracia un régimen insolvente, encubridor y hueco; las deficiencias en la enseñanza de nuestro idioma por las escuelas y liceos-, el espíritu de masa que mira con desconfianza toda expresión que se separe del patrón general; hasta el machismo, para el cual hablar bien resulta sospechoso -de ahí que fomente el cultivo del mal lenguaje-, pero, sobre todo, la absoluta indiferencia por parte del Estado y de la sociedad: el asunto no figura en el catálogo de las prioridades; ni siquiera es visto como problema; les debe de parecer insignificante al lado de los "verdaderos problemas", sin pensar en que tal vez estos dependan,, en cierto modo, de aquel.
¡Al diablo con el lenguaje! hay cosas más importantes que atender", parecería ser el lema imperante en el país (no sé si las “cosas más importantes" son en realidad atendidas).  Aquí impera desde siempre la pasividad inconmovible.  Tal sería la raíz del mal.  El descenso idiomático se produce como secuela natural de esta actitud.
Por eso parece no importar mucho que los medios de comunicaci6n propaguen usos de mala ley o que en las escuelas y liceos no se enseñe el idioma que probablemente hablamos o que las universidades venezolanas gradúen profesionales que no llegaron a conocerlo o que un lenguaje defectuoso no sea un obstáculo para ningún político o que los jóvenes hayan ido sucumbiendo a una especie de mutilación verbal al adoptar una jerga que solo contribuye a que su mundo se encoja.  En fin, me detengo: temo perderme en la enorme red de factores que han influido en nuestro lenguaje actual.  Sólo he mencionado algunos y seguramente cada lector podrá agregar otros, pero deseo, si, expresar de una vez una impresión muy firme en mí: esta situación de deterioro de nuestro lenguaje forma, parte del deterioro general que padece la sociedad venezolana y no debiera considerarse, como suele hacerse, de manera aislada. ¿Cómo iba a quedar exento el lenguaje si es parte esencial del hombre?  No pueden separarse; están unidos inextricablemente; el destino de uno afecta al otro y entre ellos se establece una constante interrelación que, al parecer, tiene la particularidad de estar a la vista y ser fácilmente pasada por alto.
            Si la educación está en baja; si la corrupción se instala en el Estado y la sociedad sin que estos reaccionen vigorosamente; si dirigentes del país, se dedican a robarlo; si la justicia es burlada con facilidad por los poderosos; si nuestras pocas tradiciones desaparecen arrasadas Por un desarrollo unidimensional el único que conocemos; si en el ambiente físico campea la fealdad, el descuido, la dejadez, el abandono, la Polución; si la tecnología impone su dominio acosando o desplazando la formación humanística; si los medios de comunicación están más al servicio de intereses parciales que de la comunidad, y en general la atmósfera del país es de descomposición, ¿va el lenguaje a permanecer indemne?
            Aunque parezca no haber relación entre todo esto y el lenguaje, no puedo dejar de conectarlos. Es fácil ver cómo los aspectos que he mencionado se vinculan entre sí, pero no tan fácil ver la relación de estos, y los que se me escapan, con el lenguaje.  Lo que ocurre en la sociedad tiene que reflejarse en él, e inversamente, lo que le pasa al lenguaje tiene a su vez efectos en la sociedad. Con frecuencia se olvida también que éste gravita más de lo imaginable sobre hechos que aparentemente no tienen conexión con él y a los cuales se les suele dar explicaciones de otra índole.
            Creo que esto lo comprenderemos mejor en términos de cultura. ¿Puede ella existir sin una formación lingüística? ¡Y cuánto no depende, en el terreno económico o social o político, de lo que llamamos cultura!  La formación lingüística a que me refiero incluye, desde luego, a la que es espontánea, la que se adquiere en el ambiente, sin más, cuando el lenguaje no se ha degradado, y la cual se entrecruza, en toda sociedad, con la que se apoya en la transmisión escrita de carácter culto.  Espero que la soslayada relación entre el lenguaje y hechos que parecen serle ajenos vaya perfilándose a través de estos ensayos, que se completan entre sí.  Pero reanudemos el hilo.
El morbo -la baja idiomática- va haciéndose endémico; se afianza en la indiferencia, y al parecer, no lo padece sólo nuestro ámbito lingüístico: ataca corrosivamente en todas partes desasosegando a  los que todavía se aferran a la idea de cultura.  Conozco quejas sobre otros idiomas, parecidas a las que se oyen respecto al español. ¿Pero hasta dónde se aquilata la magnitud del  hecho?  Uno se siente tentado a creer que en este punto se embota la capacidad humana de valoración.  Suele verse dentro de límites exclusivamente lingüísticos ¡Como si el lenguaje no estuviera en relación estrechísima con todo lo que atañe al hombre, como si no fuera inseparable de su mundo!
Recordemos, por ejemplo, que hablar y pensar son funciones que se vinculan de modo indisoluble; no pueden existir la una sin la otra.  Además el lenguaje no solo le da su rasgo más característico al hombre: también lo configura.  "El mundo va conformándose para el hombre según la imagen del lenguaje, y cada nueva precisión idiomática es al mismo tiempo un aumento, un enriquecimiento de su mundo.  Esto no se refiere sólo al mundo externo, sino también al interno, espiritual y anímico.  Así como el mundo externo va estructurándose en el niño al aprender éste a designarlo, a captarlo idiomáticamente, así también se estructura y se forma su fuero íntimo por medio de la expresión idiomática.  Alegría y dolor, amor y paciencia, aburrimiento y expectativa, franqueza y orgullo, etc.: todo ello va configurándose bajo la conducción de las palabras que el lenguaje pone a disposición del hombre.  Y con tal proceso se va formando su naturaleza interior.  Lo cual sin duda no significa que el lenguaje produzca los sentimientos sacándolos sencillamente de la nada.  Algo de vida anímica debe preexistir.  Pero ese algo es todavía informe e inaprehensible y sólo adquiere su forma y con ello su verdadera realidad al fundirse en los moldes idiomáticos prefigurados o, mejor dicho, al unirse a tales formas prefigurada. Y puesto que cada lengua, como hemos visto, va acuñando esta actitud de un modo específico en cada caso, también el hombre se va formando dentro del lenguaje de un modo específico en cada caso". Podría afirmarse que, en gran medida, el hombre es hechura del lenguaje.  Este le sirve no sólo como medio principal de comunicación para pensar y expresar sus ideas y sentimientos, sino que también lo forma.  Está unido en lo más hondo a su ser; es parte suya esencial, propia, constitutiva.  En cierto modo conocemos a las personas por su manera de usar el lenguaje.  Este nos revela más que cualquier otro rasgo.
Hay otro aspecto que no debe formar parte de los que omito forzosamente en razón de lo extenso del tema: un descenso del lenguaje debilita y hasta puede cortar nuestros vínculos con el pasado, quitarnos el suelo histórico al que pertenecemos, pues hablar una lengua es una filiación a un territorio cultural específico. La desmemoria que se observa en el mundo moderno quizá tenga que ver con ese descenso, ya que el lenguaje es vía cardinal de comunicación no solo en el presente, sino también con el pasado.  Cuando hablamos, en nuestras palabras resuenan siglos; cuando leemos libros de épocas remotas nos topamos palabras que aún decimos.  Se trata de un hilo que viene del ayer, y está entrelazado con el de la historia.

Permítaseme una referencia personal dentro del ámbito lingüístico a que pertenezco.  Me emociona pensar que las palabras que yo pronuncio son las mismas que pronunciaba, por ejemplo, Cervantes, o encontrar en sus obras las palabras de mi infancia oídas tantas veces en boca de mis abuelos o mis padres o compañeros de escuela o de juegos.  El lenguaje está cargado hasta los bordes de tiempo.  Nos sumerge en el pretérito o nos lo trae a nuestro hoy.  Rezuma formas de vida por todos sus poros y él mismo es forma.
Supongamos que nuestro lenguaje actual vaya distanciándose cada vez más de aquel en que están escritas las obras clásicas de la literatura, o aun, me aventuro sin titubear, las modernas, y alguien que no sea un lector intente leerlas ¿No sentirá que están en una lengua extraña, casi muerta?, Es lo más probable, y ¡qué descorazonador!  Porque esas obras están en una lengua más viva, más abundante y más rica que la usada por nosotros en la vida corriente.
El asunto es vasto. Desborda los modestos límites que se le suelen asignar.  Habría que verlo en relación al hombre moderno que le ha dado la espalda a todo lo que no cabe en el limitado círculo de sus intereses, y con el lenguaje ha hecho lo mismo que con otros valores: lo ha puesto en trágico olvido.  Es una miseria más que faltaría por añadir a las que le han señalado pensadores como Spengler, Ortega, Jung y muchos otros. ¿Añadir? ¿No se nos habrá escapado su verdadero rango? ¿No será esta omisi6n un signo que revela una incapacidad para estimar debidamente el puesto de la lengua en el mundo del hombre?
Siempre me ha sorprendido que la mayoría de los pensadores que se han dado a la faena de ahondar en los más diversos aspectos del hombre de nuestra época dejen de lado la cuestión del lenguaje, el cual debe de estar detrás de todas las crisis que lo afectan,  condicionándolas o sufriendo sus efectos, en estrechísima correlación, en franco o, subterráneo nexo, en sutil o marcado compás. En rigor, lo que ellos defienden es el individuo, que está amenazado sobre todo por la masifiúaci6n, y aunque el lenguaje es parte importante de esta situación dramática, no lo toman en cuenta o lo tocan muy de paso.  Para mí, al menos, es evidente que alguien consciente de lo que son las Palabras está en mejores condiciones para resistir todas las formas de manipulación que atentan contra su individualidad; es improbable que no pueda detectar las impostoras al uso; difícilmente caerá en la trampa del gregarismo.  El hombre masa no tiene lenguaje; usa, el que le imponen.  Cuando comienza a tenerlo, es decir, cuando pone atención a las palabras y va dejando de usarlas mecánicamente, ya está en camino de zafarse de la hipnosis a que estaba condenado.  Seguramente las fuerzas manipuladoras saben que la conciencia del lenguaje es un bastión del individuo; y ya que hablamos de éste, me atreveré a dar otro paso: creo que así como la educación lingüística que no se debe confundir con el estudio de la lingüística- es condición para el conocimiento de los demás también lo es del propio, sin el cual no puede hablarse de individuo.  La educación lingüística a que me refiero, es por lo menos, entre otras cosas, una educación en exactitud, necesaria en el proceso de autoconocimiento.
El lenguaje es inseparable del mundo del hombre.  Más que al campo de la lingüística pertenece, por su lado más hondo, al del espíritu y al del alma.  En otras palabras, no puede hablarse separadamente de un deterioro del lenguaje.  Tal deterioro remite a otro, al del hombre, y ambos van juntos, ambos se entrecruzan, ambos se potencian entre sí.  Para eso en la defensa del hombre ha de incluirse la del idioma, y la de este no reducirse a sus fronteras específicas.
                De la incapacidad para ver esta relación procede ese restringir toda preocupación por la lengua al terreno cercado de una especialidad muy técnica.
            En realidad, el lenguaje siempre se trasciende a sí mismo.  Lo que le pasa es síntoma que apunta a una causa ajena a él, y a su vez, actúa sobre la esfera no lingüística. ¿No es él la nota humana por excelencia? ¿No forma como la otra cara de coda o«? ¿No es el fundamento de¡ mundo del hombre, de la cultura?  Sin embargo, no suele volverse sobre sí mismo en ademán de auscultación.  Es un instrumento que se usa y nos usa sin que pongamos en él los ojos para ver su estado en sesgo de autoconciencia.
            El mundo moderno ha entronizado un desdén hacía todo lo tocante a la lengua todavía mayor al que la historia nos acostumbró a aceptar.  No deja de ser extraño que esto ocurra en la época de mayor auge de la lingüística.  La inesperada paradoja se me antoja significativa; tal vez nos está diciendo que a la lingüística la atraen más sus teorizaciones que el destino de la lengua, y por eso, en vez en cuando, cuidarla, la convierte en objeto de laboratorio, la vivisecciona. Ciertamente, su enfoque fenomenológico, imparcial, aséptico, revela una falta de sentir que se traduce en una especie de impasibilidad complaciente ante deformaciones y fealdades idiomáticas por el solo hecho de que existen.  Así, la lingüística, respaldada por su prestigio de ciencia -sabemos que esta palabra es mágica- ha estimulado la tendencia general de permitirlo todo.
            Hemos pasado de un extremo a otro: de la actitud envarada de los académicos puristas del siglo pasado, condenadores vehementes de defectos que muchas veces no eran tales, a la óptica de la lingüística cuya posición se parece mucho a la complicidad.  Hasta creo que puede ver imperturbablemente cómo se desmorona un idioma.  La rigidez fue reemplazada por la licencia; la manía purista cedió el puesto a la impasibilidad científica; la obsesión por lo correcto dio paso a una aceptación de todos los descarríos.  Los académicos pretendían cuidar celosamente el caudal legado; los lingüistas lo observan para registrar sus cambios, estudiar su anatomía, teorizar impecablemente, sin pronunciarse, pues su ciencia es solo descriptiva.  Aquellos eran fiscales ceñudos; estos son observadores que van con la corriente del uso, sea cual sea.  Decretan la pasividad.
            ¿No estaremos hoy en condiciones de buscar un equilibrio entre ambos extremos?
            Tal vez sea este el momento de sustraerse a ambas posiciones.  Ni actitud de dómines que se dan mezquinamente a cazar faltas menudas ni actitud de científicos que no toman partido y en cuyas manos se diluye toda diferenciación.  Habría que buscar otro punto de mira.
Pedro Salinas señala que las academias se arrojaron una autoridad despótica, y al desprestigiarse estas y cobrar auge la concepción positivista de las lenguas que las ve como “organismos naturales de evolución fatal e independiente de¡ ánimo de¡ hombre, se vino al otro extremo del péndulo: la reducción del trabajo del ser humano sobre el idioma a un simple registrar de fenómenos indominables y el abandono de toda tentativa de influir en los destinos de la lengua por considerarlo como un desmán contra una supuesta ley natural.  De la autocracia se pasó a la anarquía. O peor, a lo que yo denominaría el panglosismo”. Que, acoto, lleva a un laissez faire.  De la rigidez académica hemos dado en un libertinaje lingüístico peligroso que los especialistas no pueden afrontar, pues están desarmados por su propia postura, esa de insensible neutralidad que ve como simple fenómeno de laboratorio todo uso que aparezca; y lo de laboratorio es casi literal: a veces dotados de aparatos, que de paso los atrae las simpatías del Estado al darle a su disciplina ese color de ciencia que tanto le gusta, andan recogiendo y estudiando rasgos, cambios, diferencias; pero una falla los limita.  El sentir, en ellos, está debilitado; no pueden estimar.  Como investigadores, no como hombres, deben dar de lado el instinto de valoración, pues así lo exige su propia especialidad; esta les arrebata lo que no requiere lo cual no dejará de ser conflictivo para muchos de ellos.  En algunos, no obstante, existe una verdadera preocupación por lo que le ocurre al lenguaje.
Ver como "desmán contra una supuesta ley natural" toda intervención me parece una observación capital que resume la objeción más frecuente a toda iniciativa respecto al lenguaje.  Como la lengua la hace la gente -el pueblo, precisan algunos hay que dejarla seguir su curso.  En otras palabras, quienes presuntamente la han hecho pueden deshacerla, aunque la cultura se derrumbe.  Es como si los obreros que han levantado un edificio comenzaran a derribarlo sin saber lo que hacen y nadie tratara de impedirlo.  Los especialistas del lenguaje se atienen a lo de voz del pueblo, voz de Dios, o a la versión moderna de la misma tontería: el pueblo nunca se equivoca.  Claro que se equivoca, y mucho, y en todo, no solo en materia de lenguaje.  Esta beatería no difiere,- en el fondo, de un fetichismo popularista, que esta vez aparece, inesperadamente, en una facci6n de estudiosos profesores universitario& Con todo, por su excelente conocimiento del lenguaje, los profesionales de la lingüística pueden contribuir, como guías, en su enseñanza y en la investigación.
                Debo añadir que no es la transformación de la lengua lo que me parece mal. ¿Quién podría estar contra ese proceso?  Lo que considero grave es que la olvidemos y, por olvidarla, surja en su lugar otra, de emergencia, inventada, hecha con retazos del inglés; de la jerga juvenil, procedente a su vez en parte, de la que usa el hampa; de los -clichés que implantan los medios de comunicación.  Esta sustitución, que ya nos es dable entrever, cortaría nuestro contacto con todo lo que la tradición guarda en sus arcas, con todo lo perdurable creado en nuestra lengua.  Alego, sobre todo, en favor de su vieja riqueza, sin que ello signifique oposición a lo nuevo.  Mucho de lo que brota tiene validez, mas para que se inserte sin- causar daño en el lenguaje, este ha de tener cuerpo y el cuerpo está hecho de memoria.  Es el ayer vivo de la lengua lo que no debe perderse.  Cuando una comunidad conoce bien su lengua y está en condiciones de apreciarla y quererla, puede recibir sin riesgo todos los aportes.  De otro modo, es posible no que esta cambie, sino que se la cambien, sin que se dé cuenta, fuerzas muy ciegas.





NOTAS
3.            Más grave que las fallas o el mal empleo del idioma es su empobrecimiento.  El olvido de la lengua, lo escaso del léxico, el poco o ningún uso de sinónimos, la falta de vínculos con el pasado de la lengua, la rutina en la construcción de las frases, a la que se deben muchas facilidades de expresión, son algunas de las notas de este empobrecimiento que muchos, sobre todo en el campo de la lingüística, no admiten: prefieren llamarlo, cambio.  La pregunta que cabe hacer es en qué dirección ocurre éste.  No todo cambio es enriquecedor.  Por ejemplo, puede haber neologismos que extravíen aún más al ser humano.
4.            Por su popularidad, la telenovela es un género importante.  Con calidad, sería un gran instrumento de cultura.  Ocurre todo lo contrario.  A más de reafirinar y expandir la pobreza de lenguaje existente, afianza ideas y prejuicios que carecen de vigencia y que una gran parte del mismo público que las ve, dejó atrás hace tiempo.  En lugar de impulsarlo hacia nuevas posibilidades, lo empantana aún más.  Parecen elaboradas adrede para hacer retroceder o estancar al público.  En esto reside, a mi ver, su mayor inmoralidad.  Hay excepciones, desde luce pero-muy pocas, lo cual es de lamentar.
5.            El libro de Antonio Pasquali, Comunicacíón y cultura de masas reeditado en 1977 por Monte Avila - se public6 por primera vez en 1963-, trae Informaciones que a pesar del tiempo transcurrido, vale la pena recordar.  No creo que la situación haya variado mucho esencialmente.  Algunos de los datos son escalofriantes.  Por ejemplo, el Canal 2 difundía 514 mensajes publicitarios al día (3.599 por semana) y la publicidad ocupaba el 33,94% de su tiempo, y de 12 a 1 hasta el 42,05% Estas son cifras escandalosas.  Dice Pasquali: "Toda la publicidad teledifundida en Venezuela (y esto vale, pues, para cualquier emisora), obedece a las normas más primitivas del hard-sell como son las de repetir un idéntico mensaje un número indefinido de veces (hasta noventa por semana durante meses), y la de anunciar en video y audio el nombre del artículo desde el primer instante del anuncio y por un número elevadísimo de veces (once para una marca de jabón).  La enunciación de la marca de fábrica constituye a veces un auténtico bramido.  Mientras los experimentos confirman una ley básica de la cibernética (de que la efectividad de un mensaje está en relación directa con su imprevisibilidad, y de que la repetición o redundancia se traduce en inefectividad e insignificancia del mensaje mismo), los publicistas locales -aferrados a principios obsoletos y obligados por el mitridatisino que aquellos mismos instauraron- siguen confiados en el valor de la obsesión, en la demolición por cansancio de toda resistencia psíquica.  Sea cual fuere su principio práctico, la audiencia siempre figura en sus cálculos como una masa idiotizada, urgida de estímulos siempre más Intensos para lograr la huella deseada por el anunciante". pp. 314-316.  Se trata de una técnica fascista aplicada a la publicidad comercial.

En cuanto a la radio, oigamos de nuevo a Pasquali-: "En Inglaterra no hay publicidad radial, y en Italia, un 3,5% diario.  En Venezuela, lea solas dieciocho emisoras caraqueñas vomitan sobre el oyente 8.586, mensajes publicitarios al día por un total de 91 h 40' (cerca del 30 por ciento de su tiempo total de emisión).Por una ley de "aceleración centrífuga", nosotros hemos superado el propio modelo norteamericano, pues en esta periferia cultural la carga publicitaria que recibe el oyente es casi el doble de la que recibe un norteamericano". pp. 215-216.  Pasquali afirma que "la concesión de los medios radioeléctricos a la industria privada constituye el más desastroso error político, económico y cultural que país alguno puede cometer en el campo de la información colectiva; y nos asiste al menos el hecho histórico de que ninguno de los países justamente orgullosos de sus buenos y excelentes servicios públicos  de radiodifusión ha cometido semejante error.  Los San Jorge de la libre empresa contentarán inmediatamente que hay de por medio grandes diferencias culturales; que no podemos aspirar a tener una radio como Ia inglesa, por nuestra ignorancia y atraso, etc.  Tratarán, en una palabra de demostrar que "tenemos la radio que nos merecemos", la radio subdesarrollada de una noción subdesarrollada.  Pero la relación entre medios de comunicación y estructura sociocultural, según dijimos, es otra. Sufrimos de subdesarrollo cultural, entre otras razones, también porque un medio como la radio crea y conserva tal situación, y ello es así porque la empresa privada (que ha demostrado históricamente ser indigna de monopolizar un instrumento de comunicación tan poderoso) ha convertido su potencial progresista en regresionismo, su fuerza cultural en fuerza anticultural, su alta utilidad pública en aparato represivo y condicionador, al servicio de intereses ideológicos y mercantiles unilaterales". pp. 213-214.  Pasquali dice que en todas las naciones civilizadas, salvo en Estados Unidos, los poderes públicos controlan la radiodifusión, y considera la radio latinoamericana como la peor del mundo.
Por lo que hace a la prensa, el venezolano lee poca: 66 ejemplares por mil habitantes.  En Uruguay el porcentaje es de 413 por mil; en Argentina, 128; en Inglaterra, 488, en Estados Unidos, 309.  En los periódicos venezolanos la propaganda ocupa tal vez el 50%o más del espacio.
6.            Otto Friedrich Bollnow.  Lenguaje y educación.  Sur.  Buenos Aires. 1974.
7.    Pedro Salinas.  El defensor.  Alianza Editorial.  Madrid, 1967. p. 312.



Aludo, claro está, a un enorme sector de la población, no a toda.  En Venezuela, como en la mayoría de los países, existen muchos niveles y diferencias.  Mis afirmaciones no deben tomarse a la letra.  Con todo, aun el lenguaje de personas a quienes la lectura no les es extraña y cuyo español no puede considerarse deficiente, muestra poca variedad, ha ido perdiendo sabor, se siente desangelado.

Por lo demás, Arturo Uslar Pietri, Ida Gramcko y Pedro P. Barnola, entre otros, han expresado su preocupación ante el estado en que se encuentra el idioma en Venezuela.

En España parece que tampoco andan bien las cosa& Con el título de "Poco se puede hacer por el idioma.". El Diario de Caracas publica la siguiente información: "Los miembros de la Real Academia Española están descorazonados, pero no vencidos.  La degradación del Idioma español, pese a la lucha constante de sus cuarenta y seis miembros, es un hecho.  Alfonso Zamora Vicente, secretario permanente de la institución, declaró en reciente entrevista, que "la gente no tiene cultura".  Y no se quedó allí; atribuyo buena parte del problema a los medios de comunicación que "están en manos de idiota" y al sistema de educación, "un desastre total", afirmó. 21-1.84.


[2] Sus fallas requerirían un estudio especial.  Podrían mencionarse, sin embargo, entre las más comunes, el abuso de ciertas expresiones innecesarias como a nivel de, disparates como el vaso con agua que nos sirven los mozos de cafés, restoranes y bares para corregir nuestro antiguo y clásico vaso de agua; horrendos anglicismos que se introducen a través de los doblajes de la televisión y las traducciones de la prensa, como ¿qué tan lejos queda, qué tan pronto, qué tanto lo conocía?, por ¿a qué distancia, cuándo, hasta qué punto? o ¿cómo le gusta? en vez de ¿cómo le parece? o ese olvídalo en lugar de déjalo y muchísimas otras locuciones extrañas a nuestra lengua; eufemismos destinados a escamotear la realidad, como soluciones habitacionales para designar lo que siempre se ha llamado casa o apartamento (no sé quién podría vivir en una solución habitacional); neologismos que no se justifican, pero con los que se busca causar efecto y que generalmente sustituyen a las palabras que son matrices, porque ya estas no suenan bien para ¡¿S oídos remilgados de una época que emascula el idioma.

Esta deformación, que antes ocurría con verbos como pensar, creer, considerar, parecer, decir y otros parecidos, tiende a extenderse e invadir como plaga, e inesperadamente, a muchos otros.  A casi todos. 0, me temo, a todos.  Pese a que son pocos los verbos que requieren la preposición de antes de la palabra que, el vicio se esparce y afirma.  Lo más desalentador es que incurran en él personas que no pueden ser tachadas de ignorancia.

El uso excesivo de las groserías también empobrece mucho el idioma. En Venezuela algunas son como sin6nhnos universales.  Reemplazan cualquier otra palabra.


[3] Más grave que las fallas o el mal empleo del idioma es su empobrecimiento.  El olvido de la lengua, lo escaso del léxico, el poco o ningún uso de sinónimos, la falta de vínculos con el pasado de la lengua, la rutina en la construcción de las frases, a la que se deben muchas facilidades de expresión, son algunas de las notas de este empobrecimiento que muchos, sobre todo en el campo de la lingüística, no admiten: prefieren llamarlo, cambio.  La pregunta que cabe hacer es en qué dirección ocurre éste.  No todo cambio es enriquecedor.  Por ejemplo, puede haber neologismos que extravíen aún más al ser humano.
[4] Por su popularidad, la telenovela es un género importante.  Con calidad, sería un gran instrumento de cultura.  Ocurre todo lo contrario.  A más de reafirmar y expandir la pobreza de lenguaje existente, afianza ideas y prejuicios que carecen de vigencia y que una gran parte del mismo público que las ve, dejó atrás hace tiempo.  En lugar de impulsarlo hacia nuevas posibilidades, lo empantana aún más.  Parecen elaboradas adrede para hacer retroceder o estancar al público.  En esto reside, a mi ver, su mayor inmoralidad.  Hay excepciones, desde luce pero muy pocas, lo cual es de lamentar

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